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viernes, 5 de agosto de 2011

En la mesa


Confieso que no soy un tipo muy civilizado (civilizado según mi propio argot) a la hora de las comidas. Tampoco cambio mucho a la hora de las cenas. Saber comportarse en una mesa (no sexualmente, en ese aspecto prefiero la cama por su comodidad) es una de mis aspiraciones frustradas. Conseguir ser un verdadero gentleman, un dandy de cuidado y no equivocarme con los cubiertos sería la segunda cosa que haría después de ser millonario. La primera es privada (es decir, es algo que me está privado, ¿comprenden el tonto juego de palabras?. 

Mi afán observador me juega malas pasadas. Aún hoy, lo confieso, siento vergüenza cuando veo las marcas de grasa dejadas por los labios en el borde del vaso, sobre todo llegando ya al segundo plato, momento en el que menos se usa ya la servilleta (al principio se usa por cumplido, por enseñar los gemelos, las pulseras, abalorios varios...). Qué desagradable es ver a alguien que, sin darse él mismo cuenta, se lleva la servilleta a la nariz para sonarse, disimulando después restregándosela por los morros, uniendo en una misma matriz restos de angula con viscosidades varias. También deploro los trasvases de elementos alimenticios entre los platos inocentes de los comensales. La impresión que tengo es que la comida que ha caído en un plato inmediatamente se identifica con él y se diferencia substancialmente de los demás. Lo que tenemos enfrente, ya sea una sopa, una ensalada o unos huevos fritos, pasan a ser infinitamente mejores que lo de los demás; excepto cuando no nos gusta. Entonces se pueden producir dos casos (o tres, según se cuente por la izquierda):

a) Que todos tengan la misma opinión negativa del plato, lo cual implica dos nuevas posibilidades: que todos maldisfruten del plato pero no se atrevan a comentarlo entre sus vecinos de mesa, con lo cual volvemos a la teoría antes mencionada aunque en el caso inverso: nuestro plato pasa a ser el peor de todos y hemos sido objeto de un desagradable complot contra nuestra persona. Y la segunda, que todos los comensales manifiesten su contrariedad por la poca calidad de las viandas, ya sea emitiendo sonidos guturales, poniendo mala cara, hablando pacíficamente o, simplemente, degollando al cocinero/a.

b) Que sólo nosotros opinemos negativamente chocando con la opinión de los demás que, irremediablemente se traduce por un “No sabes lo que te pierdes”, o, “Este chico no sabe comer” o también la ya famosa: “Si hubieras pasado el hambre que yo pasé en la guerra...” Frases convencionales que agravan más si cabe nuestro disgusto por la comida. Normalmente un plato así suele ser descalificado de por vida uniéndose a otros que por su extraño o mal aspecto nos negamos a tomar. También aquí surge la tópica frase: “Si no lo has probado ¿cómo puedes decir que no te gusta”, que, aunque lleve algo de razón, no deja de ser irritante y de mal gusto, como la mayoría de las frases tópicas.

Tengo la costumbre de leer mientras como. Está mal hecho y no lo digo por convencionalismo absurdo, ni nada por el estilo, sino porque eso me obliga a comer mirando oblicuamente al plato y la ingesta de los alimentos se hace más forzada y menos natural. Es posible que éste sea el indicio posiblemente sintomático de mis crónicos dolores ventrales.

Al comer ante desconocidos se extreman las precauciones y se intentan cumplir lo mejor posible las normas del código comensal. Imposible. Contra más atención se pone más se acentúan los errores. Es algo normal. Un error desaparece si nos olvidamos de él; andando el tiempo, éste desaparecerá por sí solo, seguro.

martes, 26 de julio de 2011

Diario de un hombre gris marengo (20-01-1984)


Teruel, 20 de enero de 1984:

Recluido en la soledad de mi lecho (¿estoy solo? Sería bastante desagradable sentirse observado), intento reciclar de nuevo los componentes de mi pensamiento para lograr plasmar en este diario algo lógico o que al menos tenga algo de gracia, lo que al fin y al cabo es lo mismo.
Ahora no encuentro ningún tema apropiado para este solaz momento dedicado a mi personal regodeo, y eso que he rebuscado en todos los cajones de la mesilla e incluso en la despensa. Creo que la absorción de material etílico sería el mejor estimulante para mis resecas células cerebrales. No es el caso, claro está, pero empieza a ser necesario.
Inconscientemente salto de la cama hasta los cielos intentando encontrar alguna idea que me saque del apuro pero sólo encuentro polvo y una nota que dice "Salimos a comer". Desilusionado, bajo de nuevo al mundo terrenal esperando la llegada de la inspiración (quedé con ella a las diez y ya pasan treinta y ocho minutos y no viene, no tiene mucha formalidad que se diga). De repente, un asunto crucial e importantísimo surge como un fogonazo en el centro de mi cerebro. ¡Lo conseguí! Ya tengo tema: La naturalidad manifiesta del gallo cuando corteja a la gallina en época de apareamiento y su incidencia en la estructura metafísica del mundo (tema ya iniciado por el célebre filósofo y repartidor de butano Levi-Estraus, pero tratado con poco profundidad). Pese a lo interesante de la materia, sé que me quedaría sin público en unos pocos segundos (a lo sumo dos o tres). En fin, tendré que dejarlo para otra ocasión, pero sepan que me disgusta mucho, me disgusta mucho...


Bueno, me masturbaré un poco para consolarme. (Tras unos breves instantes...) Ya está, podemos seguir charlando tranquilamente. Es una extraña charla, yo escribiendo y ustedes leyendo, pero muchas conversaciones toman a menudo ese cariz. ¿Es más duradero el efecto de la pasta dental si el cepillado se realiza de izquierda a derecha o si es de derecha a izquierda? ¿Cuál de esos movimientos le produce un placer más intenso al diente? ¿Se pueden inventar nuevos movimientos que vigoricen las muelas del juicio antes de que salgan? Creo que he equivocado mi vocación. Mi filosofía vital revolucionaría el tan olvidado mundo del diente.