(Segunda parte de la historia del cartero con pata de palo. Fíjense en lo profundo del texto, sin ahogarse)
Luis Mariano llegó jadeante a casa. Seguía lloviendo y sólo se oía el chasquido de las gotas al caer, como pequeños gritos de paracaidistas acuíferos. Tambíen se escuchaba el ruido de la vieja nevera, el motor de una gigantesca nave espacial en cuya cúpula acristalada se encerraba nuestro cartero. Y, cómo no, el ruido de camiones y coches en la lejana carretera. No se oía nada más, tal vez rechinaban sus pensamientos al moverse en una mente abarrotada de absurdeces. El silencio total es ensordecedor. No podía hacer otra cosa sino contemplar su última adquisición mientras secaba con el aliento su pata de palo. ¿Para qué demonios quiero la Academia de Aristóteles? ¿Existió realmente o es un invento de los grandes almacenes en los que se distribuyó el ejemplar que ahora contemplan sus ojos de pez? Sonríe mientras saca con delicadeza de cirujano unas tijeras marca La Palmera. Su mente salta de neurona en neurona. Una de ellas le dice que quiere ver el cielo amarillo, las nubes azules, ver humanos completamente rojos y la tierra del negro más negro azabache. Corta la primera pieza, algo que puede parecer un tejado o una falda escocesa. Otra neurona le asalta de nuevo: ¡He tenido una idea superior! Dos más dos es igual a cuatro aunque cambiemos de lugar al primer dos tras el otro. Pero siempre acabarán igual: le tirará las cáscaras de pipas en el cogote. Una hora para la pared de la izquierda. Diez minutos para la de la derecha (siempre son más sencillas las cosas de la derecha). Aspira un rato el tubo de pegamento imedio y se siente como aquel chiquillo que jamás podía terminar ningún ejercicio del libro de "Manos Hábiles" en el colegio. Todo se está volviendo oscuro, como su futuro, como su miedo. Un estrambótico templo griego con trozos de pegamento cristalino va surgiendo como por arte de magia. Hay algo extraño en él. Quizás sea donde se encuentran sus ilusiones perdidas. O simplemente donde están las perdidas de Atenas. Empieza a pensar también en sus amigos, unos estúpidos y otros estupendos, y le asaltan las dudas porque ambas empiezan por las mismas sílabas y no sabe qué partido tomar. El mejor, sin duda, el partido por la mitad.
Ha terminado la Academia. Se oyen voces en su interior pero han quedado atrapadas por la fuerza del pegamento imedio. La realidad es ahora como ese pegamento. Ha vuelto a encerrar sus fantasías con sus propias manos. Ya no hay ilusión y su pata de palo se está quedando fría como el pie de san Pedro, ni más ni menos, ni menos ni más. Luis Mariano volvió a pensar que seria bueno retomar la idea de escribir sus memorias, un precioso tomo en tapa dura de 900 páginas todas ellas en blanco. Pero le fatiga iniciar nuevos proyectos. Prefiere ver de nuevo caer la lluvia y notar que el río se vuelve sospechosamente rojo, como si se atragantara, y las montañas siguen ganduleándo y echándose la siesta permanente. Nada que hacer. Mañana termina la baja y debe regresar a la Estafeta. Han adaptado su máquina matasellos para que la utilize con su pata de palo o con su cabeza, pues ambas pueden ejercer el mismo papel en la cadena de montaje postal.
Tenazas, el perro con mordiente, olfatea la academia como cristiano con bula de Constantino. En menos de un canto rodado acaba con la Academia, con Aristóteles y con el paragüero que estaba junto a ellos. Luisma asiste al espectáculo sin emoción. Siente en sus venas penetrar una extraña disipación agustiniana en Cartago. "¡A buenas horas!", piensa. Todo regresa a la cotidiana monstruosidad de la cotidianidad. El iluso ilusionado se desvanece.
Ya no llueve. No va a llover más.
Luis Mariano llegó jadeante a casa. Seguía lloviendo y sólo se oía el chasquido de las gotas al caer, como pequeños gritos de paracaidistas acuíferos. Tambíen se escuchaba el ruido de la vieja nevera, el motor de una gigantesca nave espacial en cuya cúpula acristalada se encerraba nuestro cartero. Y, cómo no, el ruido de camiones y coches en la lejana carretera. No se oía nada más, tal vez rechinaban sus pensamientos al moverse en una mente abarrotada de absurdeces. El silencio total es ensordecedor. No podía hacer otra cosa sino contemplar su última adquisición mientras secaba con el aliento su pata de palo. ¿Para qué demonios quiero la Academia de Aristóteles? ¿Existió realmente o es un invento de los grandes almacenes en los que se distribuyó el ejemplar que ahora contemplan sus ojos de pez? Sonríe mientras saca con delicadeza de cirujano unas tijeras marca La Palmera. Su mente salta de neurona en neurona. Una de ellas le dice que quiere ver el cielo amarillo, las nubes azules, ver humanos completamente rojos y la tierra del negro más negro azabache. Corta la primera pieza, algo que puede parecer un tejado o una falda escocesa. Otra neurona le asalta de nuevo: ¡He tenido una idea superior! Dos más dos es igual a cuatro aunque cambiemos de lugar al primer dos tras el otro. Pero siempre acabarán igual: le tirará las cáscaras de pipas en el cogote. Una hora para la pared de la izquierda. Diez minutos para la de la derecha (siempre son más sencillas las cosas de la derecha). Aspira un rato el tubo de pegamento imedio y se siente como aquel chiquillo que jamás podía terminar ningún ejercicio del libro de "Manos Hábiles" en el colegio. Todo se está volviendo oscuro, como su futuro, como su miedo. Un estrambótico templo griego con trozos de pegamento cristalino va surgiendo como por arte de magia. Hay algo extraño en él. Quizás sea donde se encuentran sus ilusiones perdidas. O simplemente donde están las perdidas de Atenas. Empieza a pensar también en sus amigos, unos estúpidos y otros estupendos, y le asaltan las dudas porque ambas empiezan por las mismas sílabas y no sabe qué partido tomar. El mejor, sin duda, el partido por la mitad.
Ha terminado la Academia. Se oyen voces en su interior pero han quedado atrapadas por la fuerza del pegamento imedio. La realidad es ahora como ese pegamento. Ha vuelto a encerrar sus fantasías con sus propias manos. Ya no hay ilusión y su pata de palo se está quedando fría como el pie de san Pedro, ni más ni menos, ni menos ni más. Luis Mariano volvió a pensar que seria bueno retomar la idea de escribir sus memorias, un precioso tomo en tapa dura de 900 páginas todas ellas en blanco. Pero le fatiga iniciar nuevos proyectos. Prefiere ver de nuevo caer la lluvia y notar que el río se vuelve sospechosamente rojo, como si se atragantara, y las montañas siguen ganduleándo y echándose la siesta permanente. Nada que hacer. Mañana termina la baja y debe regresar a la Estafeta. Han adaptado su máquina matasellos para que la utilize con su pata de palo o con su cabeza, pues ambas pueden ejercer el mismo papel en la cadena de montaje postal.
Tenazas, el perro con mordiente, olfatea la academia como cristiano con bula de Constantino. En menos de un canto rodado acaba con la Academia, con Aristóteles y con el paragüero que estaba junto a ellos. Luisma asiste al espectáculo sin emoción. Siente en sus venas penetrar una extraña disipación agustiniana en Cartago. "¡A buenas horas!", piensa. Todo regresa a la cotidiana monstruosidad de la cotidianidad. El iluso ilusionado se desvanece.
Ya no llueve. No va a llover más.
¿Quien es la modelo de Ilusiones?
ResponderEliminarO la ha pillado por la red,¿eh, pillín?
Bueno como todo hacemos hasta la saciedad, jejeje!!!
Por fin llueve, si, pero es que aquí al menos ha diluviado...
Buenos días.
ResponderEliminarCómo estás hoy?
Akí llueve, pero también hay tregua para pekeños rayitos de sol.
Espero ke sigas mi relato.
Ya he publicado el segundo capítulo.
Besos.
Olga.
Aqui también ha dejado de llover.
ResponderEliminarMe gustó más la primera parte que la segunda, pero es bonita la historia.
¡Un besazo!
Aqui también ha dejado de llover.
ResponderEliminarMe gustó más la primera parte que la segunda, pero es bonita la historia.
¡Un besazo!
Aqui también ha dejado de llover.
ResponderEliminarMe gustó más la primera parte que la segunda, pero es bonita la historia.
¡Un besazo!