Friné era la modelo y amante de Praxíteles. Su belleza era celebrada por todos y por ella misma, sin duda menos modesta de lo que aconsejan los manuales. Vivía con cierta discreción, acudiendo a tertulias literarias y artísticas, algo poco habitual en las mujeres de la época. Podría llegar a ser considerada una hetaria (prostituta de lujo). Éstas se maquillaban de manera ligeramente escandalosa con vistosos coloretes, utilizaban zapatos que elevasen su altura, se teñían el cabello de rubio y se depilaban, utilizando navajas de afeitar, cremas u otros útiles. Utilizaban todo tipo de postizos y pelucas. Estas modas serán rápidamente adaptadas por las mujeres decentes, provocando continuas equivocaciones según nos cuentan algunos cronistas. Eran una mezcla entre compañera espiritual, poetisa, artista y mercancía sexual. Solían vestir con una ligera gasa que permitía contemplar sus encantos e incluso llevar un pecho descubierto. Los más importantes políticos, artistas y filósofos gozaban de su compañía.
Un día la asamblea de sabios atenienses, hartos de oír que Friné era más hermosa que nadie, la acusaron de blasfemia en un cielo tan lleno de diosas como el suyo, sobre todo de diosas tan poco ajenas a los deseos humanos. En realidad la acusación (que en concreto se trataba de que había hecho una sacrílega parodia de los misterios de la diosa Démeter) partía de Eutias, un galán desdeñado por ella. Cuando, ante el areópago, el defensor de Friné (el orador Hipérides, elegido por el mismo Praxíteles) se quedó sin argumentos, optó por quitar a Friné la ropa con que ocultaba su desnudez. La asamblea de jueces, ante la maravilla de un cuerpo perfecto, abandonó toda idea de impiedad.
Jean-Léon Gérôme pintó el episodio en 1861 y desató otro escándalo. El público parisiense se identificó con los barbudos que miran a la chica y se sintió tratado de rijoso. Gérôme era un virtuoso en la materia y en ese juego fue luego aún más lejos cuando en 1890 pintó Pigmalión y Galatea, en la que el escultor besa su escultura y hace que ésa cobre vida. Se cerraba así un círculo que se había abierto en Cnido 2300 años antes.
La inteligencia de Friné era celebrada. Para demostrarlo ahí está la anécdota de la escultura de Cupido de Praxíteles. El escultor ofreció a Friné, como pago a sus servicios, la escultura que ella quisiera de las que él tenía en el almacén. Friné no sabía de arte y no se veía capaz de decidir cual era su mejor pieza, así que urdió un plan. Dio instrucciones a un sirviente para que durante una cena, irrumpiera diciendo que el almacén estaba en llamas. Praxíteles exclamó: "¡Salvad mi Cupido!". Así ella supo que era la mejor obra y fue la que exigió acto seguido. Friné acumuló tal fortuna que decidió reconstruir las murallas de su ciudad natal, Tebas.
Otra de las más famosas hetairas será Lais de Corinto, considerada la mujer más bella que se haya visto jamás. El escultor Mirón ofreció a la dama todas sus posesiones a cambio de una noche, lo que Lais rechazó. Pero no tuvo inconveniente de entregarse a Diógenes por un óbolo ya que tenía ilusión de acostarse con un filósofo. Hay más: Targelia será la amante del persa Jerjes I, etc, etc.
Regresamos al escultor. En su día Praxíteles esculpió dos diosas Afrodita: una vestida, la otra desnuda. Los del pueblo de Cos, gente seria, según Plinio el Viejo, eligieron la vestida. Los de Cnido, al llegar después, tuvieron que quedarse con la desnuda. Era el primer desnudo total de la historia de la escultura, o al menos eso es lo que nos cuentan los cronistas. ¿Iba desnuda porque lo exigía el guión? Es verdad que acaba de lavarse pero la serenidad de la pose y el gesto se avienen mal con cuestiones de higiene. ¿Iba desnuda porque espera a alguien a quien ama? Aunque mira hacia la izquierda no lo hace ni con inquietud ni con impaciencia. Sencillamente, es una diosa. Del amor, pero diosa. Según Plinio, las gentes de Cnido nunca quisieron vender la estatua, que estaba bajo cubierto pero al aire libre, visible de todos. Y explica también que un vecino, enamorado de sus formas, pasara toda una noche en sus brazos, dejando una mancha indeleble como testimonio de que el suyo no era un amor platónico.
Venus de Arles, copia del original atribuido a Praxíteles
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