Seguimos amarrados (y no como un burro a la puerta del baile que cantaría, tiempo ha, El último de la fila) en Lisboa a la espera de noticias de la evolución del postoperatorio paterno. Ayer no fueron buenas las nuevas que nos llegaban vía telefónica. Fiebre, otra vez la sonda, radiografías y "tacs". Esperamos los resultados y aguantamos las ganas de zarpar con viento fresco. Además llueve y la melancolía inunda la cubierta y los corazones. Lisboa, "la ciudad donde acaba el mar y comienza la tierra" (cito a la famosa escritora y nóbel portuguesa Sara Mago). Urbe literaria en la que el cualquier momento te topas con la sombra de Pessoa y te quedas pasmado, sin aliento, apoyado en la pared de cualquier esquina mientras el viejo tranvía del Chiado rumia su eléctrica rutina, indiferente a los turistas. He dejado al Grumete Sebastián en una pequeña pensión del Barrio Alto. Él va a lo suyo, sin distraerse, ligando jovencitas con esa habilidad que dan los años y la brisa del mar adherida a su espalda canosa. Yo sigo fiel a mis costumbres y deposito mis cansados huesos en un hotelito de Cais do Sodré. Así riego mis sueños con los de otros marinos ilustres y menos ilustres que calmaron aquí su sed de tierra. Tomo mi café en el British, disfrutando de sus horas al revés y las bravatas de contrabandistas y literatos que han quedado pegadas en sus paredes; ah, y releo a Joyce, sólo por fastidiar a los lusos. Irlanda me parece otra Portugal, la Portugal del Norte.
Paseo hasta llegar a las librerías de la Rúa do Alecrim, revisando en sus viejas estanterías las viejas historias de los viejos libros de viejos autores. Allí también me topé con la sombra de Joâo de Deus, jugando a las damas con el sempiterno Pessoa (¡y ganando, voto a tal, que yo lo ví!). Y, cómo no, me acerco a ver al padre Tajo que, cansino pero sonriente llega orgasmático a su cópula con la mar océana. Lisboa me enamora. Será que tus mujeres son hermosas; será, será que el vino (de O Porto, aclaremos) me ha alegrado el corazón. Sea lo que sea, Lisboa me ata como madame en cueros, y me dejo fustigar por su saudade mientras suena por todo lo alto un fado perdedor en una furgoneta parada en un semáforo en rojo. De ese vehículo con pretensiones de bólido (como todos los automovilistas lusos, añado disfrazado de antropólogo), desciende con cordura de cariño, Angélica Morales, escritora de armas tomar (sables al vuelo cruzan imaginarios a su alrededor) que pasea sus entendederas viajeras invitada como embajadora de una literaria asociación del lejano Nogara. Hipnotizado por su mirada de Irina ultramontana, caigo a sus pies como esclavo de Corinto, estrecho de resistencias. "Soy la reina de las nubes. Cuando quieras... subes", me ha dicho con voz de cuentista suprema. De su mano recorremos calles cada vez más estrechas, laberintos sin minotauro pero repleto de colchas y toallas en los balcones. Fue allí, en Lisboa, donde se ensayó el fin del mundo, un lejano día de noviembre de 1755. Lisboa fue también infierno en un lejano 1988, bajo el cruel incendio que llenó noticiarios de recuerdos por minuto.
Ciudad-ensoñación, ciudad-fantasma, ciudad-laberinto, dijo alguien en una tesis doctoral que, con ceño intelectual, se ocupa de la Olisipografía, rama del saber dedicada en exclusiva a la ciudad de Lisboa. Llegamos al Cementerio de placeres recordado por Eça de Queiroz (allí el cielo azul, a pesar del vivo sol, parecía leve y remoto), mandarines asesinados en el atardecer rosado del puerto mientras dicen postreros epitafios: "No. No hay oro en la Rua du Ouro". Angélica me lleva por sus calles fúnebres elevando mis descompasadas carnes por nombres innombrables: Amalia Rodrigues, otra vez Fernando P., Cardoso Pires... Un gitano nos ofrece el autentico guante enlutado de Ana Ozores que, por arte de birlibirloque ha llegado a sus manos trashumantes. Regresamos unidos, fundidos, sostenidos como Pereira sabía. La noche en Lisboa es como vivir la noche dentro de una novela. Entre los brazos cálidos de Angélica sueño con futbolistas del Benfica: Álvaro de Campos (amoral izquierdo), Ricardo Reis (epicúreo derecho), Alberto Caeiro (pivote metafísico), António Nogueira (guardamenta gnóstico), Fernando Pessoa (literato centro). Pessoa, Pessoa, Pessoa... ¿Qué tendrá este hombre que tanto me fascina? ¿Será el gesto con el que hablan las sirenas? Ahora contemplo mis manos y, como él, tengo miedo de Dios. O de Angélica. ¿Acaso ella no es mi Dios verdadero?
Paseo hasta llegar a las librerías de la Rúa do Alecrim, revisando en sus viejas estanterías las viejas historias de los viejos libros de viejos autores. Allí también me topé con la sombra de Joâo de Deus, jugando a las damas con el sempiterno Pessoa (¡y ganando, voto a tal, que yo lo ví!). Y, cómo no, me acerco a ver al padre Tajo que, cansino pero sonriente llega orgasmático a su cópula con la mar océana. Lisboa me enamora. Será que tus mujeres son hermosas; será, será que el vino (de O Porto, aclaremos) me ha alegrado el corazón. Sea lo que sea, Lisboa me ata como madame en cueros, y me dejo fustigar por su saudade mientras suena por todo lo alto un fado perdedor en una furgoneta parada en un semáforo en rojo. De ese vehículo con pretensiones de bólido (como todos los automovilistas lusos, añado disfrazado de antropólogo), desciende con cordura de cariño, Angélica Morales, escritora de armas tomar (sables al vuelo cruzan imaginarios a su alrededor) que pasea sus entendederas viajeras invitada como embajadora de una literaria asociación del lejano Nogara. Hipnotizado por su mirada de Irina ultramontana, caigo a sus pies como esclavo de Corinto, estrecho de resistencias. "Soy la reina de las nubes. Cuando quieras... subes", me ha dicho con voz de cuentista suprema. De su mano recorremos calles cada vez más estrechas, laberintos sin minotauro pero repleto de colchas y toallas en los balcones. Fue allí, en Lisboa, donde se ensayó el fin del mundo, un lejano día de noviembre de 1755. Lisboa fue también infierno en un lejano 1988, bajo el cruel incendio que llenó noticiarios de recuerdos por minuto.
Ciudad-ensoñación, ciudad-fantasma, ciudad-laberinto, dijo alguien en una tesis doctoral que, con ceño intelectual, se ocupa de la Olisipografía, rama del saber dedicada en exclusiva a la ciudad de Lisboa. Llegamos al Cementerio de placeres recordado por Eça de Queiroz (allí el cielo azul, a pesar del vivo sol, parecía leve y remoto), mandarines asesinados en el atardecer rosado del puerto mientras dicen postreros epitafios: "No. No hay oro en la Rua du Ouro". Angélica me lleva por sus calles fúnebres elevando mis descompasadas carnes por nombres innombrables: Amalia Rodrigues, otra vez Fernando P., Cardoso Pires... Un gitano nos ofrece el autentico guante enlutado de Ana Ozores que, por arte de birlibirloque ha llegado a sus manos trashumantes. Regresamos unidos, fundidos, sostenidos como Pereira sabía. La noche en Lisboa es como vivir la noche dentro de una novela. Entre los brazos cálidos de Angélica sueño con futbolistas del Benfica: Álvaro de Campos (amoral izquierdo), Ricardo Reis (epicúreo derecho), Alberto Caeiro (pivote metafísico), António Nogueira (guardamenta gnóstico), Fernando Pessoa (literato centro). Pessoa, Pessoa, Pessoa... ¿Qué tendrá este hombre que tanto me fascina? ¿Será el gesto con el que hablan las sirenas? Ahora contemplo mis manos y, como él, tengo miedo de Dios. O de Angélica. ¿Acaso ella no es mi Dios verdadero?
Que gran honor ser comparado con EL CALENDARIO ZARAGOZANO, ese compendio de tiempo y fiestas, que al menos en mi pueblo, se lo vende mi primo el de la librería a todos los viejos. Porque a mi, a mí me lo regala todos los años, jajajaja...
ResponderEliminarO senhor cá em um erudito em questões intelectuais!
ResponderEliminarAhora ya en serio, que cantidad de referencias al mundo luso. Muy buen post sobre literatura portuguesa.
Un saludo,
Flavio