Zarpamos por fin, tras arrancar, literalmente, al grumete Sebastián de los brazos de una frondosa joven lugareña a la que había prometido fortuna y placeres. También vino con nosotros el piloto J. T. K. Korzeniowski, al que por abreviar le llamábamos Marlow, que nos ayudaría a recorrer la ruta prevista en el Mediterráneo. Hacía una mañana espléndida, el sol aparecía firme entre transparentes y rosadas nubes de pacífico aspecto (pese a estar en el Atlántico), pero a las pocas horas, cuando ya no se divisaba la costa de las islas, el viento viró al Suroeste y comenzó a silbar. Al cabo de dos días se convirtió en huracán, y el Leuret subía y bajaba a merced de las olas, flotando en el Atlántico como una cáscara de nuez. El vendaval sopló día tras día, furioso, sin descanso, sin piedad. El mundo para nosotros no era otra cosa sino una inmensidad gigantesca de espumosas olas, que nos acometían con ímpetu formidable, bajo un cielo que parecía tocarse con la mano y tan sucio como un techo ahumado. En el tormentoso espacio que nos rodeaba había tanta espuma salpicada como aire. Día tras día y noche tras noche no percibíamos en torno al bajel más que el rugir del viento, el estruendo del mar, el ruido del agua invadiendo la cubierta. No había punto de reposo ni para el barco ni para sus tripulantes. El barco subía y bajaba, ya hundiéndose de popa, ya de proa, se balanceaba atrozmente de babor a estribor, rechinaba por todas partes y nosotros teníamos que asirnos a algo mientras estábamos sobre cubierta y sujetarnos a nuestras tarimas allá abajo, en constante esfuerzo físico y de ansiedad de espíritu. El Leuret se transformó, como por arte de magia, en un montón de madera mantenido entre sus grapas. Tuve la paciencia de irla recomponiendo y ajustando las piezas, quedando muy ufano de mi mañosa obra que resistió mucho tiempo a la furia del mar. Las nubes no rompían por parte alguna, de modo que no se veía ni por diez segundos trozo alguno de cielo mayor que la palma de la mano. Para nosotros, pues, no había cielo, ni estrellas, ni sol, ni universo: nada más que nubes irritadas y un mar enfurecido.
Por fin el viento empezó a amainar. Barloventeando fuimos conquistanto milla a milla el avance el un mar ahora aparentemente tranquilo. Tuvimos, sin embargo, que hacer funcionar las bombas, dos horas de cada cuatro, lo cual no es cosa de juego, pero, en fin, el barco nos llevó a flote hasta Lisboa, en cuyo puerto atracamos hoy, 1 de mayo de 2007.
(cualquier parecido del texto con la obra de Joseph Conrad, "Juventud" no es pura coincidencia)
Por fin el viento empezó a amainar. Barloventeando fuimos conquistanto milla a milla el avance el un mar ahora aparentemente tranquilo. Tuvimos, sin embargo, que hacer funcionar las bombas, dos horas de cada cuatro, lo cual no es cosa de juego, pero, en fin, el barco nos llevó a flote hasta Lisboa, en cuyo puerto atracamos hoy, 1 de mayo de 2007.
(cualquier parecido del texto con la obra de Joseph Conrad, "Juventud" no es pura coincidencia)
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