(Crítica a "Piel de lagarta", de Angélica Morales, por Antonio Castellote)
Angélica Morales publica un libro de relatos, Piel de lagarta, y con él un espectáculo de fábulas circenses. Nada hay más barroco que un circo, ninguna imagen real tan cerca de los sueños. El circo invita a eso tan sano de que todo, historias y personajes y técnicas y estilos, esté vestido con las lentejuelas de los trapecistas, que vuelan, por encima de nuestras cabezas, a la distancia exacta de la literatura. No llamamos barroco a algo por recargado (el estilo de Angélica Morales puede estar, todo lo más, tan recargado como el de El hombre perdido, de Ramón Gómez de la Serna, una maravilla), sino al rigor de no abandonar el territorio del distanciamiento teatral, circense, fabuloso.
Hay en Piel de lagarta un perfume de sátira clásica que deforma y aísla, que pinta con vivos brochazos, una modernidad que no cede un momento en su fenomenal impulso surrealista: es muy gratificante leer un relato como Ni gota y comprobar cómo se puede sostener por todo lo alto un difícil ritmo de imágenes descoyuntadas, de cabezas parlantes y zapatos desesperados, y envolver al lector en el sentido profundo de aquellos monigotes sin necesidad de darle explicaciones, tan solo con el arte de retratarlos.
La sátira, desde luego, es un género moral que se lleva estupendamente con el surrealismo; de hecho, los grandes satiristas (Petronio, Quevedo, Swift) son los verdaderos padres del surrealismo, y la escritora mantiene su estética sin asomo de decaimiento cuando ataca el purgatorio de los vicios, ese largo relato, Un viaje por tus zapatos, que absorbe el espíritu de todos los demás y al mismo tiempo los ilumina. Un personaje de inocencia kafkiana (un Kafka del revés, finalmente) viaja por un purgatorio de patios grises que es como un catálogo de fracasos, de pecados capitales contra la dignidad, la duda y la desidia, el sueño robado y el remordimiento. Dentro de aquel mundo, siniestro y desmadejado como el hotel de Barton Fink, encontramos un revelador par de zapatos: “Los pies son el vínculo que te une a la tierra (…) A los pies se baja todo lo que has despreciado en la vida. Los sueños se quedan en los pies”.
Es moral, también, su apoteosis de la “insolencia barroca”, el ramonismo amargo (a veces pelín explícito y sermoneante), sobre el tema del ponga un pobre a su mesa que inspira el relato Niño con mosca. La diferencia entre la sátira moral y el surrealismo puro es la que separa, a mi juicio, este cuento de Ni gota, una pieza de primera categoría, un buen primer capítulo de una espléndida novela. En ambos palos, el satírico y moral y el circense y afilado, Angélica Morales se maneja con idéntica destreza, desde el tipo de fábula que haría las delicias de Javier Tomeo (“Ayer encontré en una carta sellada los felpudos reales que pertenecían a mi linaje”), hasta ejercicios de locura que albergan, como un eco de los antepasados, la poesía de Mrs. Caldwell, quién lo diría de alguien que escribe un cuento tan poco equívoco como En memoria de King Kong.
Esa destreza llega también a la sólida construcción de los relatos, cada cual en su tamaño, desde el pequeño poema en prosa de El cielo de mi pensamiento, una de las mejores páginas de todo el libro, a esa media distancia de Ni gota y por supuesto al relato central. La autora es muy escrupulosa con la construcción y por eso dibuja elegantes finales, delicados encajes, a veces brutales, que rematan el poderoso fluir con un giro final que es, también, como esos remates barrocos que disparan los ojos hacia el cielo.
Piel de lagarta es uno de esos títulos afortunados que además sirven de huella, nunca mejor dicho, del estilo de su creadora. Llamo estilo a la voz inevitable, al ingenio en el sentido de que sea el lenguaje quien genere los hallazgos con su fluir irremansable. El título remite a la condición menuda, escurridiza, aparentemente frágil de un bicho que asusta y atrae al mismo tiempo. Esta condición ágil y punzante, cercana y viperina, es lo que hace que por todo el libro discurra siempre la misma inconfundible voz. A veces se mantiene deslumbrante con la piel estática de sus historias, el momento de absoluta detención fascinadora, antes de que la lagarta enganche las verdades con la lengua, como en fogonazos de magnesio, y se las coma. El libro entero es ese permanente mosaico de la piel, el arabesco que admite un solo trazo maestro, el rabo que vuelve a crecer en otra metáfora caleidoscópica, la lengua que se menea y que, mientras la miramos embobados, nos llena los ojos de veneno, para que nos vayamos enterando de que a estas lagartas no se las puede coger con la mano, ni acariciarles el lomo con el dedo.
Al poeta Ovidio le salían los versos sin querer (por cierto, magnífico pastiche troyano, envidia de Baricco, como si Ovidio hubiera podido leer a Poe), y lo mismo les ocurre a todos los que saben escribir como quien lava, naturalmente, con una brillantez que nace de la curiosa felicitas, la abundancia minuciosa, del control absoluto del ritmo narrativo y de esa cosa tan complicada que es colocar las palabras donde mejor luzcan y pronunciarlas como si llevasen juntas toda la vida. Es, como el estilo, algo nítido, evidente, llamativo: eso tan sencillo que, generalizando, podríamos llamar talento.
Hay en Piel de lagarta un perfume de sátira clásica que deforma y aísla, que pinta con vivos brochazos, una modernidad que no cede un momento en su fenomenal impulso surrealista: es muy gratificante leer un relato como Ni gota y comprobar cómo se puede sostener por todo lo alto un difícil ritmo de imágenes descoyuntadas, de cabezas parlantes y zapatos desesperados, y envolver al lector en el sentido profundo de aquellos monigotes sin necesidad de darle explicaciones, tan solo con el arte de retratarlos.
La sátira, desde luego, es un género moral que se lleva estupendamente con el surrealismo; de hecho, los grandes satiristas (Petronio, Quevedo, Swift) son los verdaderos padres del surrealismo, y la escritora mantiene su estética sin asomo de decaimiento cuando ataca el purgatorio de los vicios, ese largo relato, Un viaje por tus zapatos, que absorbe el espíritu de todos los demás y al mismo tiempo los ilumina. Un personaje de inocencia kafkiana (un Kafka del revés, finalmente) viaja por un purgatorio de patios grises que es como un catálogo de fracasos, de pecados capitales contra la dignidad, la duda y la desidia, el sueño robado y el remordimiento. Dentro de aquel mundo, siniestro y desmadejado como el hotel de Barton Fink, encontramos un revelador par de zapatos: “Los pies son el vínculo que te une a la tierra (…) A los pies se baja todo lo que has despreciado en la vida. Los sueños se quedan en los pies”.
Es moral, también, su apoteosis de la “insolencia barroca”, el ramonismo amargo (a veces pelín explícito y sermoneante), sobre el tema del ponga un pobre a su mesa que inspira el relato Niño con mosca. La diferencia entre la sátira moral y el surrealismo puro es la que separa, a mi juicio, este cuento de Ni gota, una pieza de primera categoría, un buen primer capítulo de una espléndida novela. En ambos palos, el satírico y moral y el circense y afilado, Angélica Morales se maneja con idéntica destreza, desde el tipo de fábula que haría las delicias de Javier Tomeo (“Ayer encontré en una carta sellada los felpudos reales que pertenecían a mi linaje”), hasta ejercicios de locura que albergan, como un eco de los antepasados, la poesía de Mrs. Caldwell, quién lo diría de alguien que escribe un cuento tan poco equívoco como En memoria de King Kong.
Esa destreza llega también a la sólida construcción de los relatos, cada cual en su tamaño, desde el pequeño poema en prosa de El cielo de mi pensamiento, una de las mejores páginas de todo el libro, a esa media distancia de Ni gota y por supuesto al relato central. La autora es muy escrupulosa con la construcción y por eso dibuja elegantes finales, delicados encajes, a veces brutales, que rematan el poderoso fluir con un giro final que es, también, como esos remates barrocos que disparan los ojos hacia el cielo.
Piel de lagarta es uno de esos títulos afortunados que además sirven de huella, nunca mejor dicho, del estilo de su creadora. Llamo estilo a la voz inevitable, al ingenio en el sentido de que sea el lenguaje quien genere los hallazgos con su fluir irremansable. El título remite a la condición menuda, escurridiza, aparentemente frágil de un bicho que asusta y atrae al mismo tiempo. Esta condición ágil y punzante, cercana y viperina, es lo que hace que por todo el libro discurra siempre la misma inconfundible voz. A veces se mantiene deslumbrante con la piel estática de sus historias, el momento de absoluta detención fascinadora, antes de que la lagarta enganche las verdades con la lengua, como en fogonazos de magnesio, y se las coma. El libro entero es ese permanente mosaico de la piel, el arabesco que admite un solo trazo maestro, el rabo que vuelve a crecer en otra metáfora caleidoscópica, la lengua que se menea y que, mientras la miramos embobados, nos llena los ojos de veneno, para que nos vayamos enterando de que a estas lagartas no se las puede coger con la mano, ni acariciarles el lomo con el dedo.
Al poeta Ovidio le salían los versos sin querer (por cierto, magnífico pastiche troyano, envidia de Baricco, como si Ovidio hubiera podido leer a Poe), y lo mismo les ocurre a todos los que saben escribir como quien lava, naturalmente, con una brillantez que nace de la curiosa felicitas, la abundancia minuciosa, del control absoluto del ritmo narrativo y de esa cosa tan complicada que es colocar las palabras donde mejor luzcan y pronunciarlas como si llevasen juntas toda la vida. Es, como el estilo, algo nítido, evidente, llamativo: eso tan sencillo que, generalizando, podríamos llamar talento.
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